SOBREELEVACIÓN DE LA SOLIDARIDAD A CUERPO DE CRISTO La relación del Corpus Christi con la solidaridad pertenece a la concien-
cia católica general y es lo que voy a tratar de fundamentar en este artículo. Para ello comenzaré la exposición con los usos filosóficos e incluso coloquiales que son más comunes en el término “solidaridad” para desde ellos efectuar una primera aproximación al misterio eucarístico. Más adelante seguiré la vía in-versa, consistente en explorar, a partir de lo peculiar del internamiento en tal misterio, un nuevo horizonte para la solidaridad, apenas vislumbrado desde fuera de la realidad de la presencia sacramental de Cristo en la Eucaristía.
Concepto de solidaridad
En su origen “solidaridad” alude a una figura jurídica del Derecho
romano (“in solidum”), por la que cada uno de los poseedores crediticios de un bien indivisible, por ejemplo un terreno perfectamente acotado, salen fiadores de los demás en el caso de que alguno de ellos quiebre y no pueda hacer frente a sus obligaciones. En el lenguaje actual se emplea el término en un sentido más amplio, aunque conservando el eco de procedencia, cuando se lo refiere a la solidaridad como exigencia moral: baste advertir que, en vez de plantear una demanda genérica y anónima como es el caso en la virtud de la justicia, se es solidario hacia un grupo social o hacia un individuo determinados, ambos con un rostro humano diferenciado, como diría E. Levinas, y con unas condiciones peculiares que interpelan la respuesta solidaria. En un sentido próximo y en época reciente el polaco J. Tischner ha apelado al carácter ético de la solidari-dad, como creadora de vínculos concretos entre los hombres.
“El fundamento de la solidaridad es la conciencia, y lo que estímula su nacimiento es el grito del hombre maltratado por otro hombre. La solidaridad establece víncu-los singulares entre los hombres: el hombre se une a otro hombre para auxiliar a quien necesita ayuda”1.
Pero también se dice la solidaridad del modo característico de estar cohe-
sionada o solidi-ficada una sociedad. Así se advierte arquetípicamente en E. Durkheim, cuando cifra la evolución social en el paso de la solidaridad
* Dr Urbano Ferrer – Departamento de Filosofía, Universidad de Murcia (España); e-mail: fer- [email protected] 1 J. Tischner, Ética de la solidaridad, Encuentro, Madrid, 1983, p. 19.
mecánica, según relaciones de vecindad y parentesco, a la solidaridad orgánica, correspondiendo a las distintas funciones que ha traído aparejada la división del trabajo. Es un sentido sociológico-descriptivo, pero que también es clave para entender la génesis de los cambios sociales. Refiriéndonos a él decimos que una sociedad está en mayor o menor grado con-solidada, donde aparece de nuevo la misma raíz.
En tercer lugar, en el lenguaje escolástico se encuentra el sentido on-
tológico de la solidaridad2, en tanto que designa el estar vuelto constitutivo del hombre hacia sus congéneres, sea a través de una pregunta, sea con un gesto de ofrecimiento o de devolución, una petición de ayuda, un compartir algo…; se diferencia de la sociabilidad en que mientras esta tiene a la naturaleza humana por sujeto último o remoto, la solidaridad es el modo o sujeto próximo en que se actualiza la sociabilidad natural. Es de advertir que a diferencia de otros concep-tos ético-sociales, como filiación, igualdad, libertad o fraternidad de claro as-cendiente teológico-cristiano (por más que incorporados sobre la base de sus antecendentes griegos debidamente ampliados), la solidaridad es nominalmente ajena al ámbito teológico, aunque, como se verá a lo largo de esta exposición, halla cabida perfectamente en el despliegue de las verdades reveladas, y en par-ticular de la Eucaristía.
Ya en un contexto personalista de filiación cristiana aparece el motivo de
la solidaridad a propósito del controvertido concepto de persona colectiva en Max Scheler. El razonamiento es el siguiente: análogamente a como las perso-nas singulares son miembros del cuerpo de Cristo, resintiéndose todo el cuerpo cuando un miembro está aquejado de alguna deficiencia o, por el contrario, acrecentándose el bien del cuerpo con la salud de los distintos miembros, según dice San Pablo, también las personas singulares – argumenta Scheler – colabo-ran en la edificación de las personas colectivas cuando intercambian un ofre-cimiento y su aceptación o una petición y la correlativa prestación, de modo que fuera del canje de conjunto y del beneficio del todo no se entenderían los ante-riores actos de las personas singulares. De este modo, para Scheler
“la solidaridad moral reside en la unidad ideal de sentido de actos como el amor, el respeto, el prometer o el ordenar, que exigen esencialmente como correlatos ideales sus contrapartidas en el otro para formar un estado de cosas con unidad de sentido”3.
2 L. Berg, Ética social, Rialp, Madrid, 1964. 3 M. Scheler, Der Formalismus in der Ethik und die materielle Wertethik, Obras, I, A. Francke, Bern, 1966, p. 524: “(Die Solidarität) liegt viemehr in der idealen Sinneinheit dieser Akte als Akte des Wesens von Liebe, Achtung, Versprechen, Befehlen usw., die Gegenliebe, Gegenachtung, Anehmen, Gehorchen usw. als ideale Seinskorrelate fordern, um einen sinneinheitlichen Tatbestand überhaupt zu finden”.
Sin embargo, Edith Stein modifica esta tesis en el sentido de que solo las
personas individuales, en tanto que dotadas de un centro espiritual, son sujetos libres y responsables y, por tanto, idóneas para vivir los vínculos comunitarios en solidaridad, aun aceptando con Scheler la constitución de la comunidad a través de la reciprocidad en los actos ligados por la unidad de un sentido. Lo expone en los siguientes términos:
“Ante todo habrá que decir que la solidaridad de los individuos, que se hace visi-ble en las influencias de las actitudes de un individuo sobre la vida de otro indi-viduo, es capaz en sumo grado de constituir comunidad… La comunidad no es posible sin tal relación recíproca”4.
En otras palabras: habría comunidades como sujetos propios debido a los lazos de solidaridad, pero no personas colectivas, ya que solo los individuos en tanto que sujetos libres y responsables pueden ser llamados personas.
El antecedente de estas consideraciones lo encontramos en la noción de
comunidad (Gemeinschaft) propuesta por F. de Tönnies, en la que opera la soli-daridad natural, por contraposición a la sociedad (Gesellschaft), de origen artifi-cial o basada en acuerdos, como tales revocables.
“La relación misma, y también la unión, se concibe, bien como vida real y orgánica – y entonces es la esencia de la comunidad – bien como formación ideal y mecánica – y entonces es el concepto de sociedad”5.
Sin embargo, en un aspecto primordial se separan Scheler y Stein de Tönnies: en reemplazar la solidaridad natural – orgánica e inconsciente – por los actos personales, dotando así de una mayor consistencia a la comunidad, en tanto que en ella ganan un nuevo ámbito de expresión y realización las personas singu-lares. En lo que sigue habremos de contar implícitamente con este sentido de solidaridad interpersonal.
Solidaridad en la comunión eucarística
Teniendo en cuenta las precisiones anteriores sobre el término solidari-
dad, encontramos que el siguiente texto paulino expone de modo directo las exigencias de solidaridad que están implicadas en la comunión del cuerpo del Señor:
“He oído decir que, cuando os reunís, hay divisiones entre vosotros, y en parte lo creo; y hasta es conveniente que haya divisiones entre vosotros para que se sepa quiénes son de virtud probada. Cuando os reunís en común, ya no es eso comer la cena del Señor. Porque cada cual se adelanta a comer su propia cena; y mientras uno pasa hambre, otro se emborracha. ¿Es que no tenéis vuestra casa para comer
4 E. Stein, Individuum und Gemeinschaft, Max Niemeyer, Tübingen, 1970, p. 192: “Das ist zunächst zu sagen, daß die Solidarität der Individuen, die im Einfluß der Stellungnahmen des einen auf das Leben des anderen sichtbar wird, im höchsten Grade gemeinschaftsbildend ist… Ohne solches Wechselverhältnis ist Gemeinschaft nicht möglich”. 5 F. de Tönnies, Comunidad y sociedad, Losada, Buenos Aires, 1947, p. 19.
y beber? ¿O es que despreciáis a la Iglesia de Dios y queréis dejar en vergüenza a quienes no tienen? ¿Qué os voy a decir? ¿He de felicitaros? En esto no os puedo felicitar” (1 Cor 11, 18-22).
Se expone aquí un aspecto particular de la solidaridad, el referido a las necesi-dades de los demás en la cena que precedía a la celebración de la Cena del Señor y poniéndolo en relación con el mandato de Jesús a sus discípulos de todos los tiempos de repetir la cena sagrada como memorial suyo hasta que venga, tal como se dice en el texto que sigue al citado. Ciertamente, con ello no se agota el alcance de la solidaridad entre los congregados por un mismo Cuerpo, sino que se trata solo de una manifestación concreta en el seno de la comunidad formada por los que se acercan a comulgar.
Propiamente, la comunión entre los fieles en su sentido originario no aso-
cia desde fuera a partes que subsistieran independientemente – noción de indi-viduo desvinculado – sino que proviene de Cristo como principio o cabeza, que preside los vínculos recíprocos entre las partes, otorgándoles solidez. He aquí dos textos de la Escritura que lo expresan con imágenes sumamente adaptadas. El primero es de San Pablo:
“El caliz de bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan” (1 Cor. 10, 16-17).
La otra comparación para expresar la unidad de los fieles en Cristo es del propio Señor y procede del Evangelio de San Juan:
“Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (Jo, 15, 1-5).
Tanto la imagen de los miembros del cuerpo y la cabeza del mismo como la otra imagen de la vid y los sarmientos sugieren una unión vital profunda, necesaria para poder ejercer las funciones vivientes propias de la vida sobrenatural. Cristo es, así, el principio de unidad entre los miembros del cuerpo y entre los sarmien-tos, comunicando a unos y otros su savia vivificante.
Sin embargo, la pregunta inmediata es si, planteado el tema en tales tér-
minos, se deja lugar a la acción solidaria entre los que participan en el cuerpo de Cristo, ya que quien los congrega y actúa en ellos es Cristo-Cabeza. ¿Acaso queda algún margen para la actuación del fiel, necesaria, sin duda, para vivir la solidaridad recíproca? El Cardenal Ratzinger ha planteado la cuestión y le ha dado respuesta en uno de sus sermones eucarísticos en 19786. Es posible que el
6 J. Ratzinger, La Eucaristía centro de la vida, Edicep, Valencia, 2003, pp. 45-60.
miembro del Cuerpo de Cristo sea sujeto de acciones gratas a Dios porque en la Eucaristía Cristo nos asocia a su único sacrificio redentor, abriendo nuestra acción solidaria, inserta en los diversos afanes y sufrimientos comunes, al su-frimiento de su Pasión y Muerte, transfigurados y vencidos definitivamente en la Pascua de la Resurrección. No le ofrecemos a Dios cosas externas, como en los sacrificios de la Antigua Alianza, sino nuestra misma palabra y actitud de entrega transformadas en acción de gracias y en bendición, desde el momento que Cristo nos ha hecho co-oferentes con Él. Si ha asumido nuestras miserias y nuestra muerte, ha sido para mostrar que el Amor, al poder con ellas, se ha revelado más fuerte que la muerte en el maravilloso intercambio (mirabile con-sortium) que nos salva. Ahora bien, como la presencia eucarística de Cristo consiste formalmente en donación a los hombres – que empieza por ponerse de manifiesto en el gesto de partir el pan y repartirlo – la coparticipación de estos en su acción salvadora resulta ser inseparablemente donación a los demás en solidaridad con ellos. Se dice allí:
“Nos acepta realmente y nos toma consigo, de modo que con Él y desde Él lleguemos a ser incluso activos y hasta colaboradores y así cooferentes, partici-pantes en el misterio”7.
Aunque este texto se refiere de modo inmediato a la participación del fiel en el Sacrificio de la Santa Misa, es fácil inferir que la actitud activa subrayada se extiende a las obras de misericordia que realizamos por los demás. Y desde luego su fecundidad y su carácter dativo derivan del sacrificio eucarístico primero y de la donación de Cristo al Padre por los hombres.
El Cuerpo de Cristo, pan de vida
Vamos a volver sobre la misma cuestión, pero para reanudarla a un nivel
analítico de mayor profundidad. La presencia eucarística de Cristo en nosotros se realiza por la ingestión del pan consagrado. Pero ahora surgen nuevos interrogantes dentro del misterio. ¿Por qué Cristo quiso hacerse presente en el cristiano me-diante el pan-alimento, y no de cualquier otro modo, no descar-tando uno que fuera puramente pneumático? Para responder adecuadamente ha de tenerse en cuenta que lo que está en el pan es el cuerpo de Cristo no en sen-tido precisivo, sino en el sentido de soma (por oposición a sarx, que es la carne mortal, contraria al espíritu) o presencia de Cristo entero, entregado y muerto8, lo cual vie-ne simbolizado en la consagración del pan y del vino por separado (si tenemos en cuenta que para los judíos la sangre era el principio vital del cuerpo). La pregunta anterior se ciñe, entonces, a cómo es posible que las espe-
7 Ibidem, p. 54. 8 J. Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret II, Encuentro, Madrid, 2011, p. 156: “Cuando Jesús habla de su cuerpo, no se refiere obviamente al cuerpo como distinto del alma y del espíritu, sino a la persona en su totalidad, en carne y hueso”.
cies eucarísticas alberguen a un ser personal. Entiendo que la clave de la re-spuesta está en que el cuerpo consagrado de Cristo es el cuerpo glorioso – muerto y resucitado – en el que el Señor está presente sin las limitaciones de la locación circunscriptiva y de la opacidad de las que se resiente el cuerpo hu-mano mortal, y esto una vez que han sido divinizadas por entero las notas de la naturaleza humana. La cuestión planteada se reconduce, así, al estar-en de la segunda Persona de la Santísima Trinidad en la persona humana a través de las especies sacramentales, distinto del estar de una persona en otra por compene-tración – como modo máximo de estar presente – y distinto a su vez de la asimi-lación de un alimento por el viviente corpóreo, según expresó San Agustín: “Crece y me comerás; pero no me transformarás tú en tí, sino que tú te trans-formarás en mí”9. Esta doble contraposición nos introduce ya en la vía para poder asomarnos con la razón al misterio. Abordaremos una y otra suce-sivamente.
En relación con el estar de Cristo en quien lo recibe consideremos las
palabras de la consagración: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”. En la segunda perícopa de la fórmula se dice quién es la persona de Cristo en su integridad. Su ser es un ser-para, donado y no detenido o paralizado, por tanto, en su entrega por un cuerpo que lo limitara. Con palabras de Ratzinger:
“Por eso, como se trata de la persona en su integridad y como ella misma desde su interioridad consiste en estar abierta, en entregarse, también puede ser compar-tida”10.
El cuerpo ya no necesita características como las antes señaladas de la circuns-cripción externa y de la opacidad, que impiden en parte la apertura de la per-sona, sino que designa el estar presente de la persona por actualidad, lo cual es previo a la organización y configuración que se añaden a ella en los cuerpos ubicados en el mundo terrestre, como indica Zubiri11. También las personas humanas se hacen presentes por medio de su cuerpo, pero queda en todo caso en ellas una distancia insalvable entre la opacidad corpórea y el centro personal de cada una, aunque, por otro lado, sea fácil advertir que es una distancia que se va aminorando a medida que el hombre va configurando su propio cuerpo con arreglo a su personalidad y va haciendo del cuerpo, como se suele decir, un cierto espejo del alma. En consecuencia, mientras los cuerpos terrestres no pueden poseer el don de la ubicuidad, sino que necesitan de un lugar extrínseco a ellos que los aloje, al cuerpo glorioso sí le es posible estar personalmente en cada uno de los que lo reciben bajo las especies consagradas.
9 S. Agustín, Confesiones, VII, 10. 10 J. Ratzinger, La Eucaristía centro de la vida, op. cit., p. 87. 11 X. Zubiri, El problema teologal del hombre: Cristianismo, Alianza Ed., Madrid, p. 412 ss.
Lo anterior hace posible que el encuentro eucarístico con Cristo sea inter-
personal en un sentido nuevo y estricto. En efecto, en las relaciones humanas interpersonales lo que los hombres y mujeres intercambian es algún don iden-tificable, separable de ellos mismos, o como mucho las palabras y otros signos corpóreos, que suelen ir asociados a la entrega del signo externo. Así aparece expuesto en el origen mítico del sím-bolo (etimológicamente suµ-ßaleiv), mate-rializado en el anillo compartido cuando es dividido en dos mitades complementarias y “lanzado” a sus usuarios; es una división la del anillo que remite a la lealtad mutua entre los destinatarios de cada fragmento. El anillo es el signo material identificable de la presencia recíproca de las personas, que lo comparten dividido. Pues bien, en la comunión eucarística deja de haber un medium entre Cristo y quien lo recibe, ni siquiera tiene lugar la mediación de las palabras y los gestos, que se hace necesaria en quienes están separados por el lugar que los envuelve. De aquí que el estar del uno en el otro se cumpla en el encuentro eucarístico de un modo inefable, enteramente interpersonal, lejana-mente prefigurado en ciertos encuentros humanos, que, con todo, no pueden pasar por alto el distanciamiento corpóreo y psíquico entre los sujetos de tales encuentros. Con palabras de J. Razinger:
“Recibir la eucaristía no significa comer un ‘don material’ (¿cuerpo y sangre?), sino llevar a cabo un encuentro recíproco y profundo entre una persona y otra per-sona. El Señor vivo se me ofrece, entra en mí y me invita a entregarme a Él, de modo que ‘no soy yo, es Cristo quien vive en mí’ (Ga. 2, 20)”12.
Pasando ahora al segundo término de la confrontación aludido antes,
veamos la diferencia que hay entre la comunión y la asimilación natural, par-tiendo de la razón común de alimento que la comunión comparte con los manja-res terrestres. Lo característico del efecto eucarístico en el alma está en que no se dé independientemente de la participación en el sacrificio. O dicho de otro modo: el alimento del cuerpo de Cristo opera sus efectos a través de la muerte y resurrección que el fiel se apropia con su recepción, no siendo, por tanto, separables el banquete y el sacrificio13. En palabras de San Pablo: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este caliz, anunciamos la muerte del Señor hasta que venga” (1 Cor 11, 25-26). Es interesante comprobar cómo tres siglos después S. Ambrosio repite la misma fórmula aun antes de que la Iglesia la convirtiera en vinculante: “Nosotros, siempre que tomamos los sacramentos, que por el ministerio de la oración sagrada se transfiguran (transfigurantur) en la carne y en la sangre, anunciamos la muerte del Señor”14. En consecuencia, la solidaridad adopta ahora la forma de un compartir los sufrimientos de los demás
12 J. Ratzinger, “La reserva del Santísimo Sacramento”, El espíritu de la liturgia: Una introduc-ción, Cristiandad, Madrid, 2002, p. 111. 13 J.A. Sayés, El misterio eucarístico, Palabra, Madrid, 2003, p. 455 ss. 14 S. Ambrosio, De fide, 4, 10.
miembros del cuerpo de Cristo, transformándolos en bendición y glorificación a partir de su cabeza, que ha sido ya glorificada sin perder los signos de la Pasión. Por ello, se ha podido decir eucarísticamente: “Bendito sea el dolor. Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor… ¡Glorificado sea el dolor!”15. Por tanto, antes que en acciones solidarias con los más necesitados la solidaridad se hace presente, a este nivel eucarístico, de un modo ontológico.
La Eucaristía como prenda solidaria de vida eterna
El culto eucarístico reemplaza los sacrificios anteriores y holocaustos,
dándose en él el auténtico culto de adoración en espíritu y en verdad. Pero no se identifica todavía con el cielo nuevo y la tierra nueva, sino que se sitúa en la fase intermedia entre el templo de Jerusalén y la plenitud, no alcanzada todavía, de quien es todo en todos. De aquí que sea un culto que haya de ir acompañado del escenario litúrgico en el que se rememora y actualiza el acontecimiento único de la entrega del Señor en acción redentora por el mundo. Cuando el mundo entero quede transformado porque haya sido penetrado en todas sus dimensiones por la redención, es claro que no habrá necesidad de acción litúr-gica ni de culto eucarístico. En este sentido, la perspectiva escatológica forma parte de la Eucaristía en condición de meta última inherente a su realización.
Veámoslo desde otro ángulo partiendo de la consideración de las
palabras del Antiguo Testamento reproducidas por Cristo: “Dios es el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mat. 22, 32). Son palabras que encuentran su definitiva confirmación si se las entiende a la luz del misterio eucarístico, divinizante del hombre. En la Eucaristía todos los que la reciben quedan inmersos en la vida divina y bajo este aspecto están en comunión entre sí. Es más: la comunión de los santos comprende a todos los vivos y difuntos, por quienes ora la Iglesia – o bien pide su intercesión – en el Canon de la Misa y a quienes se extiende la acción vivificante del único Cristo, del que unos y otros se han alimentado en su vida terrena o lo han prefigurado con su sacrificio lleno de fe, como el que se disponía a llevar a cabo el patriarca Abraham con su hijo Isaac. Cristo enlaza expresamente el sacramento de la Eucaristía con la posesión de la vida eterna, tanto en el status viator como en el estado que sigue a la resurrección final. Entre otros cabe citar el siguiente texto joánico: “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo lo re-sucitaré en el último día” (Jo, 6-54). Pero, ¿qué se entiende por vida eterna?
Para el cristiano la vida eterna no es una conquista de la supervivencia
debida a cada alma por separado – como según parece era proclive a repre-sentársela la mentalidad platónica – sino un don de arriba por el que Dios
15 J. Escrivá de Balaguer, Camino, nº 208.
entabla un diálogo amoroso con quienes se abren a Él16. Es un diálogo que se incoa en esta vida y no se interrumpe con la muerte, sino que alcanza su plenitud con la visión de Dios cara a cara. Y es Dios quien ha iniciado el diálogo al llamar a la existencia a cada uno con su Palabra y, por fin, al ratificar esa llamada por medio del sacramento del amor, de modo que el hombre lo pueda proseguir haciendo de su respuesta acción de gracias – no otra cosa es lo que significa Eucaristía. Pero, además, en la elevación a la vida eterna se refleja en toda su fuerza la comunión de unos con otros en el único cuerpo de Cristo. Ratzinger ha abordado este aspecto escatológico de la Eucaristía en los siguientes términos:
“Vida eterna es aquella forma de vida, en el centro de nuestra vida terrena actual, que no es afectada por la muerte, porque se extiende más allá de ella. En medio del tiempo vivo lo eterno… Una sucesión infinita de momentos puntuales sería insoportable; la concentración de nuestra existencia en el único instante del amor de Dios no solamente transforma la finitud en eternidad (en el hoy de Dios), sino que, simultáneamente, significa la comunión con todos aquellos que son acogidos por ese mismo amor”.
“En el Reino de amor del Hijo no existe, según un texto de San Juan Crisóstomo, la fría palabra ‘mío y tuyo’. Como el amor de Dios nos es común a todos, todos nos pertenecemos unos a otros”17.
La comunión eucarística subraya igualmente tanto la individualidad de
aquel que la recibe, a quien Cristo se vuelve entregándole el pan – es significa-tivo en este sentido que el evangelista diga que en la última cena tomó el pan antes de dárselo a cada apóstol – como la comunidad que celebra el banquete, inserto a su vez en los himnos de alabanza común a Yahvé, tal como aparecen en la celebración de la Última Cena (en estos himnos se puede encontrar un preludio de la liturgia en la que inscribe la Iglesia este Sacramento). De aquí se desprenden dos consecuencias. No es suficiente, por un lado, el vis-à-vis del individuo como único frente a Dios, al modo como lo entiende Kierkegaard, pero, por otro lado, también es unilateral la colectividad en la que el individuo como tal se diluye, al modo como Unamuno en su novela San Manuel bueno y mártir hacía prevalecer la fe colectiva sobre las vacilaciones de los particu-lares. La Iglesia es comunidad de creyentes, fundada en el Hombre-Dios, quien se dirige a cada fiel que comulga, comunicando así su vida a la totalidad de su cuerpo. No cabe la relación individualista con Dios porque cada hombre es miembro solidario con los otros miembros del cuerpo de Cristo, fuera del cual 16 Es uno de los temas recurrentes en la obra de Ratzinger-Benedicto XVI: “La vida eterna es por tanto un acontecimiento relacional. El hombre no la ha adquirido por sí mismo, ni sólo para sí. Mediante la relación con quien es Él mismo la vida, también el hombre llega a ser un viviente” (J. Ratzinger-Benedicto XVI, op. cit., p. 104). 17 J. Ratzinger, La Eucaristía centro de la vida, op. cit., p. 157.
carece de vida, pero tampoco se impone sobre el individuo la colectividad, por cuanto el principio de vida en todos y cada uno es Cristo-cabeza. La difusión horizontal necesaria de la vida en solidaridad con los otros está arraigada en la relación vertical descendente a todos los hombres, tal como la expresa el doble madero de la Cruz.
Este mismo carácter solidario de la comunidad se hace visible de modo
grandioso en la imagen escatológica con que Cristo describe el Juicio final en la consumación de los tiempos. Allí se hace patente que al final seremos juzgados los unos en relación con los otros, según que hayamos visto o no a los demás como incorporados a Cristo y hayamos atendido a sus necesidades materiales y espirituales en la solidaridad que proviene de ser todos miembros de un único cuerpo, presidido por Cristo. En la medida en que las decisiones propias hayan cristalizado y configurado definitivamente nuestro modo propio de ser, dispo-nen de una u otra forma nuestro destino eterno. Podría incluso examinarse cómo la salvación eterna incumbe a cada cual, pero no al margen de los demás sal-vados, como lo refleja entre otras la imagen del banquete.
A modo de conclusión
Estamos ya en condiciones de recapitular el camino recorrido. Se ha em-
pezado poniendo de relieve las implicaciones éticas, ontológicas y personalistas del concepto de solidaridad, expresables en definitiva con el concepto de comu-nidad, en el que no quedan absorbidos los individuos componentes, sino abier-tos a un ámbito de mayor alcance del que resultaría de la suma de sus peculari-dades, en una suerte de juego de suma cero. Aunque no se trata de una noción específicamente cristiana, como en cambio sí lo es la de comunidad, la solidari-dad refleja bien implicaciones fundamentales de la vida cristiana, que en par-ticular tienen que ver con el sacramento de la Eucaristía, en el que se ha cen-trado esta contribución.
En primer lugar, entra dentro de la lógica y de la dinámica de la comu-
nión eucarística la solidaridad – vivificada por la caridad – referida a los que se alimentan del mismo pan, y no entendida tanto como un efecto pasivo del sac-ramento cuanto como virtud moral, ya que proviene de Cristo, que, al incorpo-rarnos a Sí como miembros de su cuerpo, nos abre su Pasión y Resurrección para que cooperemos en la obra redentora de la humanidad18. En segundo lugar, la solidaridad – sobreelevada por la caridad – atañe también a la vida de Cristo que se comunica a sus miembros, según la cual el existir del hombre nuevo se
18 Juan Pablo II lo ha expuesto en la Carta Apostólica Salvifici doloris: “Si un hombre se hace partícipe de los sufrimientos de Cristo, esto acontece porque Cristo ha abierto su sufrimiento al hombre, porque Él mismo en su sufrimiento redentor se ha hecho en cierto modo partícipe de todos los sufrimientos humanos… El misterio de la pasión está incluido en el misterio pascual” (n. 19).
convierte en un existir dativo o ser-para, reproduciendo así el modo de vivir de Cristo, tal que en palabras de San Pablo “no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí” (Ga. 2, 20). Y, tercero, esta solidaridad, no ya en proceso de reali-zación imperfecta sino lograda en plenitud, como comunicación de la vida in-terna trinitaria, tiene en la Eucaristía las arras o garantía de que será alcanzada un día, cuando los términos “mío” y “tuyo” dejen de ser aislantes, porque el propio cuerpo y las capacidades anímicas ya estén definitivamente glorificados junto con su cabeza.
THE INCREASE OF SOLIDARITY INTO THE BODY OF CHRIST
The article opens with an exposition of the notion of solidarity as an interpersonal link, in opposi-tion to the conventional association of individuals. In the first instance, such solidarity character-izes the Eucharistic communion which embraces those who feed from the same Bread and Wine, and is not understood as a passive effect of the sacrament, but as moral virtue which springs up from the cooperation with Jesus the Redeemer. Secondly, solidarity assimilates the life of a man to that of his Saviour which is echoed with the words of St. Paul: “and yet I am alive; yet it is no longer I, but Christ living in me” (Ga. 2, 20). And, thirdly, solidarity, which finds its basis in the Eucharist, can not expect its fulfilment in this earthly life of man, but only in reaching the glori-ous floor of heaven. KEYWORDS: community, persons, eternal life, sacrifice.
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