Buber

ECLIPSE DE DIOS
Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín Tradujeron Luis Miguel Arroyo y José María Hernándezsobre el original alemán: Gottesfinsternis de la Introducción y las notas de esta edición de Luis Miguel Arroyo 2002 by the Martin Buber Estate. First German Publication 1952 Ediciones Sígueme S.A.U., 2003 C/ García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca / EspañaTel.: (34) 923 218 203 - Fax: (34) 923 270 563e-mail: [email protected] ISBN: 84-301-1488-2Depósito legal: S. 800-2003Impreso en España / UEImprime: Gráficas Varona S.A.
Polígono El Montalvo, Salamanca 2003 Introducción, de Luis Miguel Arroyo Arrayás .
Prólogo. Informe sobre dos conversaciones .
3. El amor a Dios y la idea de Dios .
4. Religión y pensamiento moderno .
5. Religión y ética . 1216. Sobre la suspensión de lo ético . 1397. Dios y el espíritu del hombre . 145 Religión y psicología, por C. G. Jung . 155Réplica a unas objeciones de C. G. Jung, Epílogo, de Lothar Stiehm . 177Referencias bibliográficas . 183 Quisiera relatar dos conversaciones. La primera llegó en apariencia a su final, algo que sólo en ocasiones sucede, perorealmente quedó inconclusa; la segunda se interrumpió enapariencia y, sin embargo, tuvo uno de esos finales que rara-mente consiguen alcanzar las conversaciones.
En ambas ocasiones se trataba de un debate sobre Dios, so- bre el concepto y el nombre de Dios, pero de naturaleza muydistinta.
Durante tres tardes sucesivas hablé en la Escuela popular para adultos de una ciudad industrial de Alemania central 1 so-bre el tema «La religión como realidad». Lo que deseaba ex-presar con este título era sencillamente que la «fe» no es unsentimiento que está en el alma del hombre, sino un adentra-miento en la realidad, en toda la realidad, sin reducciones nicortapisas. Se trataba de una constatación sencilla, pero quejustamente contradice lo que normalmente se piensa. Por esofueron necesarias tres tardes para aclararla, y no sólo tres con-ferencias, sino también cada uno de los coloquios que las si-guieron. En estas discusiones caí en la cuenta de algo que medolió. Era evidente que una gran parte del auditorio estabacompuesto por trabajadores, pero ninguno de ellos tomó la pa-labra. Los que en su mayoría hablaron y formularon pregun-tas, dudas y reflexiones fueron estudiantes –no en vano la ciu-dad tiene una antigua y famosa universidad–, aunque tambiénparticipó gente de otros grupos. Únicamente los trabajadores se mantuvieron callados. Esta situación, tan incómoda paramí, sólo se aclaró al final de la tercera tarde, cuando un joventrabajador se me acercó para decirme: «Disculpe, nosotros nopodemos hablar en este ambiente, pero si usted quiere reunir-se mañana con nosotros, podríamos dialogar ampliamente so-bre todas estas cosas». Como es natural, dije que sí.
El día siguiente era domingo. Después de comer me dirigí al lugar convenido y hablamos hasta bien entrada la tarde. Mefijé una y otra vez en uno de los trabajadores, que ya no eratan joven, y a quien yo no podía dejar de mirar, porque era unade esas personas que quieren realmente escuchar. Resultafrancamente raro, incluso entre los trabajadores, encontrar aalguien a quien no le importe tanto quién es el que habla –co-mo suele suceder entre el público burgués– sino lo que tieneque decir. Aquel hombre tenía un rostro curioso. En una viejatabla de un altar flamenco que representa la Adoración de lospastores, uno de los personajes, el que extiende los brazos ha-cia el pesebre, tiene un rostro parecido. Aquel hombre sentadoante mí no parecía tener ni el mismo deseo ni ser su rostro tanabierto como el del cuadro, pero llamaba poderosamente laatención, porque escuchaba y reflexionaba haciendo ambascosas lenta y enfáticamente. Por fin, también él se animó a ha-blar. «He tenido la experiencia –explicó lenta y expresiva-mente, repitiendo una expresión que el astrónomo Laplace,creador con Kant de la teoría sobre la aparición del mundo,habría pronunciado en una conversación con Napoleón– deque no necesito de la hipótesis Dios para orientarme en elmundo». Pronunció la palabra «hipótesis» como si hubieraasistido a las lecciones de un conocido investigador de la na-turaleza, que enseñó en esta ciudad universitaria e industrial,y que había muerto hacía poco tiempo a la edad de ochenta ycinco años 2. Tanto si enseñaba zoología como si se ocupaba 2. Ernst Haeckel (1834-1919). Desde 1865 profesor de zoología en la Universidad de Jena y decidido defensor de la teoría de la evolución, deDarwin.
de la concepción del mundo, hablaba de manera similar, aun-que él no rechazaba el concepto «Dios» para su idea de la na-turaleza.
Las concisas palabras del hombre me sorprendieron. Me sentí más interpelado por él que por los otros, me sentí provo-cado. Hasta entonces habíamos discutido con mucha seriedad,pero también de forma un tanto lánguida; con esta interven-ción, sin embargo, todo se volvía más severo y duro. ¿Qué res-puesta iba a dar para responderle justamente a él? Duranteunos momentos reflexioné en medio de una atmósfera cadavez más tensa. Pensé que tenía que quebrantar la seguridad desu cosmovisión científico-natural, gracias a la cual pensaba enun «mundo» en el que «uno se siente orientado». ¿Qué clasede mundo era éste? Lo que nosotros acostumbramos a llamar«mundo» es el «mundo de los sentidos», en el que existe elbermellón y el verde hierba, el do mayor y el menor, el sa-bor a manzana y a ajenjo. ¿Era este mundo algo diferente delencuentro de nuestros sentidos, preparados para ello, con esoshechos inaccesibles, cuyo ser la física trata en vano de deter-minar día tras día? El «rojo» que vemos no se encuentra allíen las «cosas» ni aquí en las «almas». Flamea y resplandece aveces justo el tiempo suficiente para que un ojo sensible al ro-jo y una «oscilación» que produce el rojo se encuentren fren-te a frente. ¿Dónde quedaban, pues, el mundo y su seguridad?Allí los «objetos» desconocidos, aquí los «sujetos» aparente-mente bien conocidos y, sin embargo, inaprehensibles, y am-bos en un encuentro tan real pero tan evanescente: los «fenó-menos». ¿No son ya tres mundos que no se pueden abarcardesde uno solo? ¿Cuál es el «lugar» en el que podemos pensarconjuntamente estos mundos tan separados entre sí? ¿Cuál fueel ser que dio su fundamento a este «mundo» que se ha vuel-to tan cuestionable? Cuando terminé, se hizo un profundo silencio en la sala, ahora ya iluminada por una luz crepuscular. Entonces, el hom-bre con cara de pastor alzó hacia mí sus gruesos párpados, que durante un tiempo habían permanecido hundidos, y dijo lentay significativamente: «Tiene usted razón».
Desconcertado, me senté frente a él. ¿Qué había hecho yo? Había llevado a ese hombre hasta el umbral del aposento en elque reina la mayestática imagen que el gran físico y gran cre-yente, Pascal, llama el Dios de los filósofos. ¿Es esto lo queyo quería? ¿No deseaba yo llegar más bien a ése a quienPascal llama Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, al que sele puede llamar «Tú»? Anochecía y se hacía tarde. A la mañana siguiente yo tenía que partir. No podía quedarme allí, como tenía que haber he-cho. No podía entrar en la fábrica donde trabajaba el hombre,ser su compañero, vivir con él, ganarme su confianza vital,ayudarle, caminar juntos el camino de la criatura que acepta lacreación. Sólo pude devolver su mirada.
Algún tiempo después fui huésped en casa de un noble y anciano pensador 3, a quien había conocido durante una jorna-da en la que pronunció una conferencia sobre escuelas popula-res elementales, y yo otra sobre escuelas populares para adul-tos. Eso nos unió, porque ambos estábamos de acuerdo en quela palabra Volk (pueblo) había que entenderla en ambos casosen un mismo sentido amplio. Entonces me sorprendió grata-mente cómo el hombre de rizos grises y acerados empezó sucharla pidiendo que olvidáramos todo lo que creíamos sabersobre su filosofía a través de sus libros. En los últimos años–que habían sido años de guerra– había sentido tan cerca larealidad, que la había visto con ojos nuevos y ahora tenía quereflexionar nuevamente sobre ella. Ser viejo es algo magnífi-co si no se ha olvidado qué significa empezar; este hombre yaanciano quizás lo había entendido suficientemente, por pri- 3. Paul Natorp (1854-1924). Profesor en la Universidad de Marburgo.
Representante principal, junto a Hermann Cohen, de la escuela neokantianade Marburgo. Cf., también, M. Buber, Briefwechsel aus sieben JahrzehntenII (1973), 161s. Ahí escribe Buber a Franz Rosenzweig sobre su encuentrocon Natorp.
mera vez, en el tiempo de la vejez. Él no quería dárselas de jo-ven, sino que era tan mayor como lo era en realidad, pero loera de una manera juvenil y como si estuviera empezando denuevo.
Vivía en otra ciudad universitaria, situada hacia el oeste.
Cuando los teólogos de esa ciudad me invitaron a hablarlessobre la profecía, me alojé en casa de aquel hombre anciano.
En aquella casa reinaba un espíritu magnífico, el espíritu quequiere incorporarse a la vida y no le prescribe a ella por dón-de tiene que dejarle entrar.
Una mañana me levanté temprano para corregir unas gale- radas. La tarde anterior había recibido las pruebas de impren-ta del prólogo de uno de mis libros, y como este prólogo erauna confesión de fe, quise leerlo cuidadosamente, una vezmás, antes de que se imprimiera. Entonces tomé el texto y medirigí al estudio de la planta baja que se me había ofrecido porsi lo necesitaba. Allí estaba ya aquel hombre mayor sentado ensu escritorio. Nada más saludarme me preguntó qué llevaba enla mano, y cuando se lo dije, me volvió a preguntar si tenía al-gún inconveniente en leérselo. Lo hice con gusto. Él escuchócon amabilidad, pero claramente asombrado, cada vez mássorprendido. Cuando terminé dijo vacilando al principio, peroalentado después por un creciente impulso, cada vez con másapasionamiento: «¿Cómo se atreve usted a decir ‘Dios’ una yotra vez? ¿Cómo puede usted esperar que sus lectores com-prendan esa palabra con el significado que usted le quieredar? Lo que quiere decir con ella se eleva por encima de todacaptación y comprensión humanas; lo que usted quiere expre-sar justamente es esa sobreelevación; pero cuando pronunciadicha palabra, la pone de golpe en manos del hombre. ¿Hayacaso alguna palabra humana tan mal utilizada, manchada yprofanada como esta? Toda la sangre inocente que se ha de-rramado por ella le ha hurtado su esplendor. Toda la injusticiaque se ha cubierto con ella, ha borrado su perfil. Cuando oigo llamar ‘Dios’ al Altísimo, a veces me parece como si se blas-femara».
Sus claros ojos juveniles refulgían. Su misma voz llamea- ba. Nos sentamos un momento frente a frente, silenciosos. Lavaporosa claridad del amanecer inundaba la estancia. Fue en-tonces como si de aquella luz brotara una fuerza que penetra-ba en mi interior. Lo que yo le contesté me es imposible repe-tirlo palabra por palabra; sólo puedo esbozarlo.
Sí, dije, esta palabra es, de entre todas las palabras huma- nas, la que soporta una carga más pesada. Ninguna ha sido tanmanoseada ni tan quebrantada. Por eso mismo no puedo re-nunciar a ella. Las distintas generaciones humanas han depo-sitado sobre ella todo el peso de sus vidas angustiadas hastaaplastarla contra el suelo; allí está, llena de polvo y cargadacon todo este peso. Las diferentes generaciones humanas handestrozado esta palabra con sus divisiones religiosas; por ellahan matado y han muerto; en ella están todas y cada una de lashuellas de sus dedos, todas y cada una de las gotas de su san-gre. ¿Dónde podría encontrar yo una palabra mejor para des-cribir lo más alto? Aunque tomara el concepto más puro y res-plandeciente de la cámara más recóndita en la que losfilósofos guardan su tesoro más preciado, lo único que en élpodría hallar es una imagen intelectual que no nos vincula,mas no la presencia de Aquel en el que pienso, de Aquel aquien el linaje humano ha venerado y envilecido con su mons-truoso vivir y morir. Me refiero a Aquel a quien invocan lasdiversas generaciones humanas, angustiadas por el infierno oen camino hacia las puertas del cielo. Es cierto que dibujancaricaturas y debajo escriben la palabra «Dios»; se matan en-tre ellos y dicen que lo hacen «en nombre de Dios». Perocuando desaparecen toda locura y todo engaño, cuando loshombres se colocan ante Él a solas, en la oscuridad, y ya no di-cen «Él», «Él», sino que suspiran «Tú», «Tú», y gritan «Tú»todos, cuando todos ellos piensan en El mismo y único, ycuando añaden «Dios», ¿no es este el auténtico Dios al que llaman el Uno, el Viviente, el Dios de los hijos de los hom-bres? ¿No es Él quien les oye? ¿No es Él quien les escucha?¿No es, pues, justamente por esto, la palabra «Dios» la pala-bra de la invocación, la palabra hecha nombre, la palabra sa-grada en todos los tiempos y en todas las lenguas humanas?Debemos estimar a los que no la admiten porque se rebelancontra la injusticia y el abuso que tan de buen grado se justifi-can con la palabra «Dios»; pero no podemos abandonar estapalabra. ¡Qué fácil resulta entender que algunos propongancallar durante un tiempo sobre las «cosas últimas» para redi-mir las palabras del abuso a que se las ha sometido! Pero de es-ta manera es imposible redimirlas. No podemos limpiar la pa-labra «Dios», no es posible lograrlo del todo; pero levantarladel suelo, tan profanada y rota como está, y entronizarla des-pués de una hora de gran aflicción, esto sí podemos hacerlo.
En aquel justo momento había en la estancia mucha clari- dad. Ya no era el amanecer, sino pleno día. El anciano se le-vantó, se acercó a mí, puso su mano sobre mi hombro y dijoamistosamente: «Hablémonos de tú». La conversación habíallegado a su fin. Pues cuando hay dos que están juntos de ver-dad, lo están en nombre de Dios.

Source: http://www.sigueme.es/docs/libros/eclipse-de-dios.pdf

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